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LA LEYENDA DE ZESNACANÉ

Hojeando la historia de esta tierra nos damos cuenta que el medio y el tiempo en que le toca vivir imprime su carácter al hombre que la habita, y como hemos visto, esta tierra de subsistencia heroica fue ocupada por hombres y mujeres en verdad dispuestos a enfrentar todo reto que le planteó el vivir en esta geografía difícil, problema al que todavía se agregó uno más: el constante amago de bandoleros fugitivos tejanos, mexicanos, e indios guerreros que encontraron en estas soledades el escondite ideal tras cada felonía.

Los más pacíficos nativos, como los pitas y pasalves, fueron instruidos en el cristianismo, la agricultura y otros trabajos por misioneros, colonizadores hispanos e indios tlaxcaltecas. Algunos fueron voluntariamente sometidos; convencidos, no vencidos; pero otros como los catujanes, alazapas y tobosos necesitaron de enérgicas campañas de guerra hasta lograr su pacificación, o su exterminio. La guerra es siempre cruel…

APACHES

En el Siglo XVIII una nueva presencia amenazaba a la Punta de Lampazos, una tribu nómada que escribió muchas páginas sangrientas en la historia de los pueblos norteños y muchos recuerdos dejó en la memoria de los ancianos. Los lipanes, una rama del numeroso pueblo Apache, cruzaron el río Bravo y llevó sus correrías por las áreas casi despobladas del noreste de México viviendo de la cacería y la recolección de frutos silvestres; pero también robando ganado y asaltando pueblos y rancherías donde muchos hombres murieron en defensa de sus familias. En esas incursiones, mujeres y niños fueron asesinados, vejados o secuestrados.

En 1791 La Punta de Lampazos y San Carlos de Vallecillo fueron atacados por cientos de lipanes. Por poblados y rancherías quedaron regados los cuerpos de los defensores que no pudieron evitar que se robaran o se sacrificaran inútilmente más de tres mil cabezas de ganado entre reses, caballos, cabras y ovejas; pero pasada aquella jornada de terror, lo más sentido fueron los hombres, mujeres y niños que se llevaron en vil secuestro para su servicio y diversión. A los hombres se los llevaban para esclavizarlos o matarlos lentamente a base de maltratos, desahogando así todas las iras y resentimientos que guardaban contra los blancos; pero al apache le gustaba la mujer de piel clara para sirviente y concubina. A los niños blancos y de otras tribus, los raptaban cuando en la población india crecía el número de mujeres y bajaba el nivel de hombres que se necesitaban para mantener alto el número de guerreros; por eso fue común encontrar combatientes blancos entre los apaches lipanes, chiricahuas, llaneros, mezcaleros, coyoteros, gileños, mimbreños, tontos y otros pueblos de la misma tribu.

MARÍN

En este ambiente encontramos a Marín Ortiz, un niño lampacense nacido por el año de 1822; y aunque su descendencia es conocida, la tradición no registra los nombres de sus ancestros. Lo que sí sabemos es que ya en 1829, ayudaba a su padre en sencillas labores del campo mientras se daba tiempo para aprender las primeras letras bajo la guía de su madre y hasta para jugar con los niños de su edad.

A Marín le resultaban muy extrañas las historias sobre indios malvados pues los que conocía, eran sólo unos pobres, maltratados y semidesnudos esclavos de minas y haciendas que parecían incapaces de la ferocidad que se les atribuía. Al fin niño, estaba todavía imposibilitado para distinguir al hombre en su naturaleza original, y al hombre sometido. Sin embargo, iba creciendo en la siempre aconsejada desconfianza hacia el indio; aunque eso sí, para sus juegos, le gustaba preparar su propio arco y flechas, su lanza, y sentirse indio guerrero en inocente juego de muerte, combatiendo con sus amigos.

_ ¡Yo soy el jefe apache con mis indios valientes y te ordeno que te rindas...!
_ ¡Pues yo soy soldado de a caballo y con mis tropas te voy a vencer...!

Y las escaramuzas se daban entre niños pobremente vestidos y rústicamente calzados, que perdían el sombrero en bravíos combates; rodando enfrascados en amistosas luchas que, sin saberlo, los preparaba para la guerra real en que habían vivido sus padres.

Algunas veces, jugaban a preparar trampas para atrapar ardillas y torcazas, según enseñanzas de los viejos peones catujanes. Otras veces, se pasaban la tarde tratando de acertar al escurridizo conejo o la ágil paloma que no se estaban quietos para la llegada de la mal punteada flecha. Las más de las veces, mejor aventaban las “armas indias” y resolvían el problema con una pedrada. La honda y el peñascazo seguían siendo más efectivos que el arco y la flecha.

Y así, por las noches, seguía Marín oyendo las extrañas historias de guerra que, frente al fuego, compartían sus padres, tíos y abuelos. Le asombraba saber de cómo los guerreros podían dormir una noche junto al gran cerro de Candela y la siguiente estar acampando a la orilla del río Salado. El indio era para él un ser terrible y mágico; era natural que los adultos recibieran con el rifle en la mano esas visitas, aunque se tratara sólo de mujeres o niños en grupos pacíficos.

Y caía en plácido sueño al sentir la caricia de la cobija que su madre tendía suavemente sobre su cuerpecillo. Mañana sería otro día de aventuras, de trabajo, de instrucción en el silabario, y seguro sería despertado al olor del humo en la chimenea que volaba por todos los cuartos junto al gorgotear de la olla de los frijoles, el aroma a café, y aquellas tortillas de harina con que su madre le acariciaba los sentidos y toda su existencia a cada mañana.

EL SECUESTRO

Marín Ortiz ya había cumplido los siete años. Una mañana, a la orilla poniente del antiguo Lampazos, por lo que hoy es la calle Guerrero, con su tropilla de niños se divertía por los montes cercanos a su casa comiendo mezquites, anacahuitas, granjenos y tunas. Repentinamente, un tropel de caballos los sorprendió. Al volver el rostro, descubrió los gestos crueles de una partida de indios de guerra frente a ellos y una mano que de lo alto se tendió para levantarlo de los cabellos y sentarlo aprisionado frente al jinete. Inmediatamente se sucedieron los alaridos de guerra y los gritos de espanto. Los niños corrían hacia todas direcciones tratando de escapar de los nativos que los fueron atrapando uno a uno.

Las criaturas lloraban, gritaban, luchaban desesperados al ver materializarse una pesadilla que jamás pensaron pudieran vivir en la realidad. Inútilmente se debatían entre los férreos brazos de sus captores hasta que a golpes de mano los fueron sometiendo y quedaron quietos y temblorosos, listos para una larga cabalgata. Y mientras en el galope los montes iban pasando ante sus ojos y los paisajes se iban tornando desconocidos, los niños muy dentro de sí se rehusaban a creer que aquello estuviera realmente sucediendo y se negaban a decir adiós a su pueblo. Aquel memorable y aciago día, siete niños de cinco a siete años fueron arrancados del seno de sus hogares para ser llevados a vivir en un largo suplicio del que quizás ya nunca regresarían.

_ “¡Apaches! ¡Apaches! ¡Los apaches se llevaron unos niños...!”-
empezaron a gritar los vecinos para alertar a las familias y poner en pie de guerra a todo el poblado. Las madres corrían llamando llenas de desesperación a sus niños y los hombres salían con los rifles preparados a una próxima pelea.

Con la voz de alarma, se dio también parte a la guarnición militar e inmediatamente, junto con un numeroso grupo de vecinos, salieron a rastrear por todos los montes y caminos. La tragedia vivida hacía treinta años se repetía y los hombres de todas las edades se alistaron a la defensa. Pero tras muchas horas de rastrear las pisadas de los caballos, vieron que las huellas se unían a otro grupo mucho más numeroso rumbo a Coahuila, hacia la sierra de Santa Rosa. Ahí era territorio dominado por los lipanes, la más belicosa rama apache cuya ferocidad ya conocían y se necesitaría todo un ejército para enfrentarlos. Era imposible una acción de guerra de ese tamaño; se habrían necesitado cientos de hombres para aquel enfrentamiento.

Así fue como los niños se dieron por perdidos. Las madres llorarían aquel triste día por el resto de sus vidas.

PRISIONEROS

Los fugitivos hicieron tres campamentos camino a su destino. Los indios comían carne cruda pero los pequeños se asqueaban y sólo pudieron consumir pinole y frutos silvestres. Así fue como lo que antes fue un juego, ahora sería su diario sustento. Aprenderían que el apache durante una misión no enciende fuegos que con el humo delaten su estancia. Su paso es invisible e inaudible en la oscuridad y puede pasar a cincuenta metros de una casa sin ser detectado. Su presencia es silenciosa, furtiva, por eso caía como repentina desgracia sobre las familias que habitaban los ranchos. Los enemigos más sensibles, los que lo escuchaban y sentían a cualquier distancia, eran los perros guardianes de jacales y rebaños; por eso, al atacar una propiedad eran los primeros que caían silenciados con una flecha en las costillas. Larga sería la lección para saber de la nueva vida que tendrían que padecer los pequeños cautivos.

Un atardecer, llegaron al campamento indio. En los improvisados jacales confeccionados con palos, jaras y ramas, había fuego, a juzgar por las columnas de humo que salían por entre el ramaje. Esperanzados, pensaron que quizás allí sí habría comida bien cocida para ellos. Una coro de alaridos y una turba de curiosos salió al encuentro de los que llegaban y observaban entre despectivos y burlones a los niños blancos que sobrecogidos de miedo esperaban el momento en que los bajarían de los caballos. Los más pequeños empezaron a llorar y los más controlados temblaban. ¿Era cierto que los querían para matarlos? ¿Era cierto que los quemarían para comerlos? Pero no, los jinetes gritaban algo en su idioma y sin misericordia los lanzaban como costales de lo alto del caballo y unas mujeres los iban recogiendo para llevarlos a sus chozas.

A cada uno se le asignó una mujer para su cuidado. Y aunque por instinto maternal las mujeres trataron de ser cariñosas, los chiquillos no entendían el idioma y temblaban de terror ante la nueva existencia que se les presentaba con comidas indeseables, rodeados de rostros de niños sucios y semidesnudos que los veían con aire de reto, y no les consolaba la sonrisa conciliadora de las mujeres ni la ración de frijoles o chicales que les ofrecían. Esa noche cada uno lloró bajo un techo ajeno al que habían conocido, y a lo largo de todas aquellas horas de oscuridad, constantemente despertaban llamando entre sollozos a sus madres, que allá en la lejanía, también mojaban de salobres lágrimas la almohada.

UNA NUEVA VIDA

Así fueron recibidos y adoptados por la tribu. Ahora tendrían como autoridad a toda la colectividad. En estas páginas es imposible narrar con fidelidad el sufrimiento de los primeros días para adaptarse a una vida diferente, sin unos padres determinados; pues en la vida tribal, la familia no existía como ellos la habían conocido. El matriarcado imperante era el encargado de cuidar la salud y formación de los niños. Una joven india, paciente, risueña y mujer del cacique principal, se haría cargo de Marín.

Con su infancia robada, los niños ya sólo supieron de la dura vida del nómada en cansadas caminatas para hacer campamento tras campamento por el sur de Tejas o por el norte de Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila. Mujeres, viejos y niños caminaban por los montes cargando los enseres de la tribu y sólo a los guerreros o ancianos de cierto rango les estaba reservado el uso del caballo. Desgastada e insuficiente para su nueva talla, su vestimenta fue poco a poco cambiada por las calzoneras de piel, de manta, u otras telas robadas, chaparreras de piel de venado y calzado con huaraches o teguas de piel suave. Padecieron semidesnudos bajo el ardiente sol de agosto y los fríos vientos de enero. Su niñez pasaría en el aprendizaje de la pesca y caza de piezas menores bajo la supervisión de los ancianos; la recolección de leña, hierbas medicinales y frutos silvestres junto a las mujeres, y aprendiendo el tallado de armas verdaderas y el devastado de piedras para las filosas y agudas puntas.

El tiempo se fue en el conteo de soles y lunas. A lo largo de dos años, de los niños cautivos ya solo quedaban dos o tres, pues iban muriendo uno a uno por el maltrato, las múltiples enfermedades que diezmaban a los más débiles o en los aterrorizantes combates contra el ejército americano, mexicano, y los comanches; choques donde no se perdonaba a nadie, fuera mujer o niño. Todo era vivir en un constante sobresalto al que se tenían que acostumbrar agudizando su instinto de supervivencia y aprendiendo las tácticas de escape mientras los mayores defendían la aldea. Se acostumbraron a ver llegar guerreros en agonía con las carnes abiertas por el sable o el pecho atravesado por la bala del soldado o la flecha del indio enemigo; pero con todo eso, el sufrimiento más grande era que los mayores eran despiadados en el castigo a los pequeños cuando no obedecían, y las golpizas a palo o chicote eran el pan de cada día. Los niños, indios o no indios, iban creciendo disciplinados y duros ante el dolor.

…Y Marín Ortiz se fue quedando solo en medio de aquella gente extraña, donde a pesar del tiempo pasado, se le despreciaba por el blanco de su piel, la distinta textura de su cabello, y se le aplicaban duros castigos por no entender las órdenes que se le daban en un idioma que no conocía. Y aunque muchos indios hablaban el castellano porque fueron instruidos en misiones por padres franciscanos, se negaban a comunicarse con él en su idioma.

¡DIOS DE MIS PADRES...!

Los caballos eran la más cara posesión del indio y durante el día, los niños eran comisionados a su estricto cuidado. Los alimentaban, les llevaban agua y hacían guardia en torno a ellos dando constantes vueltas en vigilancia celosa.

Una ocasión en que los guerreros regresaban del aprovisionamiento de carnes, el jefe apache llamado Bajo el Sol, se preparaba a desocupar su corcel y trazando al aire un círculo con el dedo índice, le hizo una seña que Marín interpretó: da vuelta a la manada..., siendo que lo que se le quiso decir fue: cambia mi cabalgadura.... El niño se puso a dar vueltas en torno a los animales mientras el jefe enfurecido por el desacato empezó a gritar órdenes a sus hombres. Un indio se lanzó como perro de presa contra el pobre niño y lo tundió a golpes. El jefe bajó del caballo para unírsele, y pronto, un grupo de apaches lo zarandeaban en bestial diversión sin considerar su endeble cuerpecillo. El pobre niño, sin comprender cuáles eran sus culpas, indefenso rodaba y rebotaba de golpe en golpe, mientras lloraba y pedía piedad a los verdugos.

Como fin de aquella bestial fiesta, vino el castigo formal: Desde el lomo de una mula salvaje, fueron acomodando unos bien ideados arneses de tal manera que el niño quedó atado colgando bajo la panza y entre las patas del animal. Acto seguido, los indios golpearon y con fuego encabritaron a la bestia que, asustada, salió a todo galope por los montes secos que bordean la región serrana, lanzando coces en el inútil intento de deshacerse de aquel fardo entre las patas que la enervaba y la enfurecía más. Mientras tanto, Marín iba dejando a jirones piel y carne de la espalda por entre rocas y breñales.

La mula corrió y corrió tratando de zafarse aquel estorbo; y el niño, creyendo morir, se acordó y suplicó llamando al dios ante el cual sus padres imploraban y desde el fondo de su alma pedía que hiciera algo para terminar aquel martirio, que no pasara ya de aquellas palmas de pita que se veían más delante...

La Providencia se hizo presente y frente a las palmas, la acémila rodó reventada por el largo galope y Marín quedó al lado del cuerpo, luchando débilmente por liberarse.

Las correas de piel se habían aflojado un poco por el sudor y la sangre y así pudo liberar una muñeca. Con el belduque que aún guardaba a la cintura, con movimientos lentos fue cortando las amarras soltando pies y manos. Luego, penosamente se arrastró buscando la sombra de palmas y arbustos. Ahí, un piadoso desmayo lo salvó de todo aquel dolor que sentía, y quedó tirado cual desmadejado muñeco en medio del monte.

LA AGONÍA

Pronto llegó la oscuridad. La luna y las estrellas se fueron acomodando sobre las sierras de Coahuila para velar conmovidas el inerte cuerpo del niño. Los mezquites parecían hacer guardia cuidando el sueño del pequeño que por momentos se estremecía en espasmos de agonía. Su rostro tumefacto1 era una masa inexpresiva en el estoicismo y aceptación de su destino que lo distinguió desde siempre. La noche le lloró en silenciosas lágrimas de rocío, y consternada lo cubrió con su negro manto para protegerlo de las fieras que rondaban olfateando el rastro de sangre.

El niño, en la inconsciencia, soñaba con sus padres separados de él por el espejo de aguas del manantial de Lampazos y entre suplicante y dolorido les hacía preguntas sin contestación:

_ ¡Mamá...! ¿Por qué no vienes? ¿No ves que estoy enfermo...?
_ ¡Papá...! ¡Papá...! ¿Por qué no has venido por mí? ¿Por qué me dejaste aquí? ¿Es que ya no me quieren...? -y la pareja sonreía indiferente al otro lado de la pequeña laguna.

Las horas transcurrieron lentas, y luna y estrellas siguieron su marcha por el firmamento abandonando también al pequeño moribundo; hasta que el ángel de la mañana acudió a los primeros resplandores del alba para reanimar al herido, acariciando su larga y descuidada cabellera con un vientecillo fresco que lo hizo volver a su lastimosa realidad.

Abrió los ojos y a los primeros pensamientos deseó haber despertado en el paraíso indio en que hechiceros y viejos de la tribu le enseñaron a creer. Pero fatalmente estaba vivo, y tendría que enfrentar todo aquel dolor de su cuerpo convertido en una gran llaga rebosada en sangre y tierra. Estaba por las cercanías de un río. Llorando toda aquella tortura, se levantó en busca de las aguas donde lavar sus heridas y, tambaleante, caminó hasta encontrar una pequeña cascada que lo recibió cantarina y lo envolvió de cuerpo completo para lavar sus carnes destrozadas.

Desde su doloroso despertar, ya de ahí en adelante todo fue buscar sobrevivir a base de largos baños en el agua corriente; trampas para procurarse el pescado, el conejo, y penosas caminatas para encontrar las hierbas que en cataplasmas observó a las mujeres usar en las heridas abiertas de los guerreros. Pero las lesiones sanaban muy lentamente y las llagas todavía supuraban y sangraban al paso de muchos días. La comida no le faltó pero por las fiebres y el sangrado constante enflaquecía y se debilitaba cada vez más y más. La tortura duraba ya dos lunas y no parecía acabar. Definitivamente había que intentar algo diferente.

¡DAME LA CURA, O DAME LA MUERTE...!

Después de todo ese tiempo de arrastrar su miseria por serranías dominadas por manadas de lobos y el león de montaña, comprendió que cualquier día sería devorado; que tenía todos los caminos cerrados. Pensó entonces que no tenía más elección que buscar a la tribu para que se apiadaran de él dándole curación, o dándole la muerte, para terminar de una buena vez con todo aquel sufrimiento. Así, emprendió el camino de regreso y con raíces confeccionó una cuerda con la que fue atando leña hasta juntar un gran tercio. Con aquella leña como señal de sumisión y súplica, se presentaría ante el jacal que lo adoptó.

Aquella mañana, la aldea estaba solo ocupada por viejos, mujeres y niños. Los guerreros habían salido a la carneada y solamente los ancianos y los pequeños lo vieron llegar enflaquecido cual cadáver viviente, con paso inseguro, tambaleante, con un gran atado de leña sobre la cabeza, y sentarse ante la entrada de la casucha donde una mujer salió, lo descubrió, e inmediatamente inundó sus ojos de lágrimas.

Conmovida de su lamentable estado, lo levantó en brazos y lo tendió en el cuero de cíbola para alimentarlo. Luego, aplicando la sabiduría ancestral de su pueblo, con infusiones de hierbas medicinales fue suavemente lavando sus carnes malolientes. Mientras le aplicaba fomentos y cataplasmas, la india sollozaba y susurraba al oído del pequeño palabras de amor que no entendía, pero que muy adentro de su ser podía sentir como caricias.

Y Marín Ortiz se fue quedando dormido bajo el trato cálido y arrullos de la madre de morenas y mágicas manos, mientras los ancianos sabios de la tribu se fueron introduciendo a la choza y acercando al camastro para rodear en solemne silencio al pequeño mártir, intercambiando miradas de silenciosa condena, reprobando aquel desmesurado castigo.

Horas después, la aldea se alborotaba en alaridos y silbos con la llegada de Bajo el Sol y sus huestes. Cuando el jefe se encaminó a la choza, la mujer salió corriendo a recibirlo y habló largamente con él. Sumisa, pero aferradamente, pedía piedad y perdón para el pequeño nazareno -cualquiera que hubiera sido su culpa-, mientras el fiero jefe hacía aspavientos de negación y furia, amenazando a cada instante con golpear a la mujer que parecía dispuesta a desobedecerlo por salvar al niño.

Los ancianos, testigos del estado de Marín, en breves palabras, con el peso de la autoridad y respeto que todo apache les debía, intervinieron, lo silenciaron, y lo introdujeron a la choza para mostrarle el cuerpo hinchado y purulento. En algunas partes de su espalda los huesos afloraban y el mal olor de sus carnes inundaba el ambiente. El gran cacique comprendió sus excesos y quedó con la mirada, antes fiera, y ahora triste, observando aquella pequeña piltrafa humana. En su furia explosiva había olvidado algo: ¡era sólo un niño de nueve años...!

"ZESNACANÉ", EL INDIO BLANCO

El pequeño disfrutó de un plácido y largo sueño pero despertó aterrorizado al descubrir ante él al cruel jefe apache. Pero el cacique tendió la mano invitándolo a tranquilizarse y para su sorpresa, con una lágrima corriendo por su morena mejilla pero con el rostro pétreo e inexpresivo, le habló conciliador y paternal:

_ “Zesnacané...” Tú ahora eres de mi pueblo... Yo ya no darte más “pachuca...”2 . Ahora tú eres de mi pueblo... Tú eres mi hijo y tu nombre es "Zesnacané..."

Ahora tenía un nuevo y sonoro nombre: “Zesnacané”. Sería tratado como uno más de la tribu y le enseñarían la lengua apache, cosa que nunca intentaron. Tras tanto sufrimiento, parecía que el sol salía de nuevo en su triste vida y pasó mucho tiempo en tratamiento de recuperación bajo el cuidado de la que ahora consideraría su madre. Al poco tiempo, pudo sentarse a un lado de la entrada de su choza hasta que pudo plenamente dejarla para incorporarse a la vida tribal.

Lo peor había pasado. Sólo le quedaban las horrendas cicatrices que le cubrían espalda, costados y brazos para recordarle siempre su paso por el infierno al que había sobrevivido.

Marín Ortiz, Zesnacané, fue creciendo en un mundo violento al que había que entender para poder aceptar. Lleno de preguntas se acercó a sus mayores y siempre obtuvo una respuesta pronta y sabia. El apache era libre como el venado de la sierra y jamás aceptaría el sometimiento ante el blanco invasor que sólo quería al indio como esclavo en los sembrados y en las minas. Antes lo habían intentado, se habían acogido a la protección de los misioneros, pero hasta ahí iban los blancos para, con permiso de los padres, llevárselos a distintas tierras para usarlos en trabajos forzados y ni la Iglesia ni el Gobierno hacían algo para impedirlo.

Los hombres eran separados de sus mujeres y los niños de sus madres para morir enterrados en minas mal equipadas o bajo los efectos de la enfermedad del minero que los hacía toser y vomitar sangre. Las mujeres eran abusadas en las casas, los niños usados en trabajos duros y cuando surgía la protesta, los mataban como a perros. O se entregaban a morir lentamente en la esclavitud o huían a la sierra; en este último caso, ya eran considerados indios rebeldes a los que había que perseguir y matar, pusieran o no resistencia. El apache no tenía más remedio que huir y pelear para sobrevivir hasta morir o vencer.

La tierra es de todos, hombres y animales; pero el blanco la quiere para él solo y toma más de la que necesita. La tierra da generosa sus frutos a los hombres; pero el blanco la explota para arrancárselos. Ocupa la tierra con sembrados y ganado o la mantiene casi siempre sola porque es voraz, y ya no quiere al indio en su propiedad mas que como peón sin paga, como esclavo. El indio de todas partes es echado y perseguido como el coyote y el león. El apache tiene que vagar por siempre porque si pide tierra no se la dan; si pide paz se la niegan porque eso supone un lugar propio donde vivir y cuando el indio recibe una ranchería que puede prosperar también eso le arrebatan los hombres de poder. La única condición para vivir en paz es dejarse aniquilar en el hambre, el trabajo forzado y la humillación constante. El venado jamás aceptaría el yugo; el apache jamás aceptaría el grillete. La gran nación india está muriendo y el apache tiene como destino vengar la raza y pelear hasta el exterminio, que es su final y trágico destino.

Con el paciente cultivo de habilidades en el manejo de las armas y el caballo, el niño pasó a la adolescencia y, con el fuego de la edad, también llegó a desear acudir al choque contra el enemigo comanche, con los cuales tenían una ancestral rivalidad por la disputa de campos de cacería cada vez que salían a la carneada. Desde un tiempo perdido en miles de soles y lunas, la manada del cíbola era el bien en discordia y el agravio se repetía año con año en una inercia imposible de parar. En esporádicos encuentros conoció guerreros de otros pueblos hermanos; la gallardía del mezcalero, el navajo y el chiricahua, su convicción de la justicia en la causa apache; le cautivaron también el alma, llegando a desear ir también contra los blancos que no tenían más razón para vivir que el arrebato de territorios y el exterminio del indio. Zesnacané estaba poco a poco tomando el lugar en aquel pecho que alguna vez sólo ocupó Marín Ortiz.

Aunque distinguido por aquella barba, pronto se olvidó de toda diferencia y se convirtió en el orgulloso guerrero que desde sus sueños de niño quiso ser y aun por sobre la cabellera ondulada y su piel diferente, fue haciendo propias todas las virtudes del lipán como son su fiereza en el combate, su lealtad entre hermanos, su fidelidad a la nación Apache tomando como suya la afrenta que se diera a cualquiera de sus aldeas por lejanas que estuvieran, el afán por proteger con su vida misma el poblado con sus mujeres y niños, las habilidades como vigía, rastreador, cazador y como luchador a cuchillo, hacha, lanza, arco y rifles que obtenían en asaltos a ranchos y partidas militares.

Y al fin, fue al choque contra el comanche y el blanco que no los querían ni de paso por “su” territorio. Combatió y sobrevivió en cien batallas y escaramuzas perdidas para la historia demostrando el coraje y valor que lo hizo de las confianzas del gran cacique.

El jefe supo valorarle una habilidad más, por cierto muy rara entre los hombres de ese tiempo y más entre los pueblos indios: Zesnacané sabía leer y escribir. Lo utilizaría también como redactor y traductor de mensajes en los intentos de concertar alianzas y acuerdos de paz. Fue así como iría siempre al lado del gran jefe y debía hacer presencia en todos los concejos.

Los años pasaron y tal parecía que, ocupado en el constante intercambiar muerto por muerto que era la vida del indio, Marín Ortiz había perdido ya las ansias de recuperar su origen.

El concepto indio de que la tierra es una madre colectiva y el concepto blanco de que es sólo un objeto de compra o conquista en provecho individual, trajo un choque ideológico que hizo incompatibles al nativo y al invasor. Los despojos territoriales, las afrentas y venganzas se multiplicaron a lo largo de la historia y, algunas veces, se planeaban desesperadas acciones de exterminio donde la sangre derramada sólo se podía lavar con sangre enemiga. Aldeas completas eran masacradas y cuanta partida de guerreros se encontrara era emboscada. Al nativo se le prohibía tener caballo o portar cualquier tipo de arma, así que todo indio jinete era despojado de su cabalgadura o muerto si portaba armas sin averiguación ni preocupación de autoridad alguna. Como el apache no aceptaba esta regla, cada vez que eran atacados por faltar a la ley del blanco, en respuesta poblados y ranchos blancos eran arrasados. Así fue como Marín Ortiz Zesnacané, el Indio blanco, conoció el otro rostro de la verdad y justificó el pago de sangre con sangre, hasta ver como una respuesta normal la violación, degüello e incendios ya que el enemigo era también bestial y despiadado con las mujeres y niños indios.

Cuando atacaban haciendas o pequeños poblados, si no era el objetivo el secuestro de mujeres o niños, sólo se tomaban armas de fuego, de acero, herramientas y animales. El dinero para nada servía a los indios y lo enterraban en bolsas de cuero por los cerros, en sitios con algún señalamiento natural que lo hiciera inolvidable. Así, contenedores de diversos tamaños repletos de alhajas y monedas de plata y oro quedaron por aquí y por allá, perdidos tanto para el indio como para el blanco. Zesnacané, atestiguaba cada entierro discreto y silencioso...

RECUERDOS LEJANOS DE UNA TIERRA QUE OLVIDÉ QUE AMABA

Era una tarde de invierno del año de 1849. Ya Bajo el Sol no estaba en la tribu por que hacía tiempo que se había ido a reunir con sus ancestros a la gran llanura del paraíso indio. Alrededor del fuego, el concejo formado por ancianos y jefes de escuadras de combate se reunió para, en larga y solemne discusión, plantear las estrategias de un ambicioso proyecto de guerra. Se escuchó en el círculo el plan completo para realizar ataques masivos con la finalidad de acabar con los habitantes del poblado y presidio militar de Santa Rosa -hoy Múzquiz-, y Aguapoquita, nombre apache de la Punta de Lampazos. Al conjuro de esta palabra, un indio de piel clara oía todo aquello entre estruendos lejanos de una tempestad interior que empezaba a sacudir su alma mientras a la distancia, el hechicero elevaba cánticos para pedir asistencia a los espíritus tutelares de su pueblo, implorando que en la gran empresa que se proponían no se derramara más sangre que la de los invasores de los campos pertenecientes a los hijos de la tierra.

El plan de los ancianos era perfecto: Todas las bandas esparcidas por los alrededores del noreste de Coahuila, se reunirían en dos puntos para formar un gran ejército. El avance iniciaría desde La Babia y La Piedra con cientos de combatientes de a caballo y a pie, bien motivados y armados. La gran masa de guerreros penetraría sigilosamente en cuatro columnas a la media noche, cerrando el cerco para efectuar el ataque en el mero centro, en la iglesia de Santa Rosa de Lima, aprovechando que todos los pobladores estarían desprevenidos participando en la Misa de Gallo ya que sería la víspera de Navidad. Mientras entonaban los rezos y alabaos al nacimiento de su pequeño Dios blanco, serían emboscados y exterminados. Matarían a todos los soldados y pobladores y a bajo costo quedarían dueños de todo Santa Rosa. Llevarían caballos de repuesto para la carga de bienes, el rapto de niños y las más bellas mujeres. La sorpresa rendiría frutos. El aprovisionamiento de granos, semillas, telas, armas y toda clase de bienes sería imposible de predecir. El botín de guerra sería grande. El siguiente paso: Aguapoquita...

Todo estaba listo para un baño de sangre más. Zesnacané permanecía ahí, con el rostro impávido; pero con los recuerdos levantándose uno a uno, como despertando de un largo sueño y torturando sus interiores con imágenes amadas que regresaban una a una a su memoria. Calles queridas, rostros amables y sonrisas acariciantes que parecían emerger de una espesa niebla empezaron a desfilar por su mente.

MI PUEBLO O MI SANGRE

La planeación se prolongó hasta horas de la madrugada y al término del acuerdo, se festejó con frenética danza ante el fuego para conjuntar plegaria y movimiento invocando la asistencia de los antepasados en la aventura que venía. Solo Zesnacané se retiró para ocultar su turbación; y sentado en una piedra, cavilaba bajo el gran árbol de la noche y fijaba la vista en cada estrella consultando sus dudas una a una. Lleno de confusiones repasaba en su mente todos los caminos posibles y tal parecía que la conclusión era siempre la misma: Aquello, no era bueno...

Pensó en la lucha hombre a hombre contra el blanco voraz y asesino del pueblo indio y en eso estaba de acuerdo; pero se imaginó la cacería y degüello de hombres desarmados, jóvenes aún tiernos y ancianos desvalidos, víctimas de una matanza inmisericorde, y algo se revolvía en el fondo de su ser al recordar lejanamente que tenía familiares lo mismo en Santa Rosa que en Aguapoquita. Ante este repentino arrebato de memorias sobre su origen olvidado, algo se empezaba a mover en verdaderos sacudimientos muy dentro de su espíritu.

Ahora tenía veintisiete años de edad y tal vez ya nadie se acordaba de él, que ahora vestido de gamuza y con su largo pelo, ya no era ni la sombra del Marín Ortiz que fue arrebatado a su familia, ni mucho menos era lo que sus mayores habrían querido que fuera. Se encariñó con la tribu que lo adoptó tras el sufrimiento aquél de la tortura y tal vez lo hizo como el perro que se refugia junto a la mano que le da de comer; pero ¿qué hacer si le tocara matar a los de su propia sangre o secuestrar a una hermana y ponerla al servicio del apache con las golpizas que acostumbraban? Ya se consideraba un auténtico lipán y sentía fidelidad por las viejas indias que lo criaron y los guerreros hermanos que lo habían formado y templado en el espíritu; pero no deseaba que nadie más de su sangre viviera la miserable existencia que a él le tocó. Todo aquello: ¡Definitivamente no estaba bien...!

LA DECISIÓN

En la segunda noche, las huestes guerreras descansaban acantonadas en un claro de los bosques que caracterizan a la sierra de Santa Rosa. Estaban ya listos para la marcha hacia el primer objetivo y la siguiente mañana continuarían el camino para hacer el último campamento en la loma de La Rosita. Sólo surgió un inconveniente, una nevada cubrió de blanco las montañas y aquel frío de varios grados bajo cero mantenía aletargada a la tropa entera. Mientras los guerreros dormían, Marín se levantó sigiloso y tomó su caballo para escapar rumbo a Santa Rosa.

Galopó y galopó en desesperada fuga hasta reventar a la noble bestia compañera de combates. Obsesionado en salvar a su familia, abandonó el cuerpo del animal y siguió corriendo con la agilidad del venado; cubriendo muchos kilómetros, gracias a la resistencia por su juventud y entrenamiento guerrero. Pasó por la loma de La Rosita y siguió hasta llegar palpitante y desfalleciente a un mirador desde donde ya se podían ver los linderos del presidio militar de Santa Rosa.

A la salida del sol llegó a las orillas del pueblo y, agotado, se escondió en una molienda abandonada, cercana al primer jacal del caserío. Vio salir un niño al patio de aquella casa y le habló:

_ Niño, niño, soy cristiano... No tengas miedo... Háblale a tu papá...

El pequeño se asustó ante el semidesnudo intruso y corrió al interior de la casa. Su madre lo calmó, cerró todo, puso trancas en puertas y ventanas y sin saber qué más hacer, se rodeó de sus críos y entre rezos siguió cocinando en espera de la llegada de su esposo.

Desde su escondrijo, Zesnacané podía percibir el casi olvidado olor que despedía una olla de café a las brasas y el aroma de unas tortillas de harina en el comal. Los recuerdos del hogar perdido se agolpaban en su mente e inhalaba los olores hasta el fondo de sus pulmones, sintiendo en ello las caricias de la madre y todas las bendiciones del hogar que nunca olvidó. Al conjuro de olores y recuerdos, sentía que en cualquier momento las lágrimas lo iban a traicionar; pero le habían enseñado que un guerrero, no estaba hecho para el llanto.

Cuando el hombre de la casa llegó, recibió la noticia y, con paso felino y las armas listas, se acercó a la molienda. Ahí lo recibió un extraño indio de guerra sin más atavío que los típicos botines de gamuza, taparrabo, chaparrera, chaleco y con el largo cabello atado con una correa.

Marín tiró sus armas en señal conciliatoria y habló con el desconfiado y tenso lugareño:

_Vengo en paz... Soy cristiano... Mi nombre verdadero es Marín Ortiz, nacido en la Punta de Lampazos... Fui cautivo mucho tiempo... Los lipanes vienen y vengo a salvarlos porque aquí viven hermanos de mi padre. Quiero hablar al jefe de tu pueblo...

Dio al asombrado campesino los nombres de sus padres y los familiares residentes en Santa Rosa. El buen hombre aseguró a su familia dejando al guerrero lipán debidamente atado y sintiéndose aliviado de no tener que matar o morir, salió a todo galope al centro del pueblo y regresó rápido en compañía de un grupo de ceñudos hombres armados.

Con ellos venía el coronel Don Francisco de Castañeda, jefe de la guarnición militar que, como profesional de la guerra, tomó con calma la presencia de alguien que podría ser la punta de una avanzada enemiga que lo enviaba con una trampa mortal; sin embargo, en un juego de preguntas propias de una indagatoria inteligente, escuchó atento y paciente la historia de Marín Ortiz, Zesnacané. Tras el interrogatorio, quedó formalmente preso. Lo ataron y lo escoltaron a las celdas del pueblo.

Mientras la noticia de la captura de un guerrero blanco corría como río por todas las calles de Santa Rosa, formando corrillos por las esquinas y provocando encontradas reacciones entre el desasosiego y curiosidad en la población, Zesnacané, recibía la visita de un barbero que fue comisionado para arreglar su rostro. Le cortó el pelo y lo vistió con ropa de gente de razón, recuperando la apariencia del hombre blanco. Le llevaron el almuerzo y quedó tras las rejas resignado a lo que viniera.

CAJA DE GUERRA

Diecinueve de diciembre de 1849. Desde el cuartel, la caja de guerra empezó a batir y redoblar lanzando al viento la conocida señal de alarma que voló por el caserío y viajó por todas las rancherías y haciendas. Al escuchar el llamado de guerra con que se convocaba a la defensa de los poblados cada vez que se acercaban indios hostiles, presurosos y con la decisión en el rostro empezaron a presentarse todos los vecinos en edad de manejar un arma. Bajo la mirada de preocupación de madres y esposas, un gran ejército se empezó a preparar entre soldados y voluntarios; jóvenes, maduros y viejos aún bravíos dispuestos al encuentro con los apaches antes que llegaran al asalto de sus casas. Sabían que no había elección: o morían en combate formal o los matarían uno a uno junto a toda su familia. En aquel tiempo del sobrevivir en el duro trabajo, el sobresalto y el enfrentamiento constante, el hombre estaba siempre presto a matar en defensa de su vida, su familia y sus bienes.

Marín Ortiz los guiaría y combatiría junto a ellos. Si se negaba o trataba de escapar, lo matarían; si había mentido, sería fusilado. Una vez más la vida lo acorralaba, le cerraba todos los caminos; pero, confiado en que el plan apache no había variado con su deserción, puso su vida otra vez al azar del destino.

Para empezar, Marín les recomendó el ataque de madrugada. El apache, en tiempo de frío, es de sueño pesado; y cuando duerme, nada lo despierta. Se les podría sorprender fácilmente. El se encargaría de los guardianes y robaría los caballos para cortar una posibilidad de escape. Los lipanes serían vencidos.

Desde el medio día ya se habían enviado partes a Monclova viejo, San Fernando de Austria y Zaragoza, pidiendo que enviaran tropas de auxilio con las que se encontrarían en “El aguaje del oso” para formar una tropa mayor. Si bien ni así superaban en número a la fuerza apache, la estrategia militar, la bravura y veteranía de los civiles podría ser la diferencia. El bien armado contingente se despidió de padres y esposas y en perfecta formación infantes y jinetes desfilaron por las calles rumbo a la montaña. Marín iba al frente, era guía y prisionero a la vez.

LA ÚLTIMA BATALLA

Al unirse con los refuerzos en El Aguaje del Oso, confirmaron que eran todavía inferiores en número a la tropa bárbara; pero confiados en el elemento sorpresa, continuaron la marcha al choque en que se decidiría la suerte de sus familias. Al llegar a la loma de La Rosita, la avanzada descubrió el campamento con el regadero de indios dormidos, envueltos en cobijas y pieles. Fueron tomando posiciones, rodeándolos silenciosamente.

Bajo la mira de los fusiles que le apuntaban para prevenir una traición y sin más armas que una piedra, Zesnacané dio cuenta de los dos guardias que dormían sentados al lado de la caballada. Despertarían descubriéndose afortunados; sin más tragedia que un dolor de cabeza. Algunos minutos después, los caballos del enemigo ya estaban lejos y a la voz de Ataque, se lanzó la primera descarga; y tras esto, inició la lucha cuerpo a cuerpo desatándose una verdadera carnicería.

A la distancia, con los caballos en custodia, Marín Ortiz derramó una lágrima al saber que en ese momento, cientos de sus hermanos indios serían heridos o perderían la vida y él ya nunca más podría ser llamado con el gallardo nombre con que Bajo el Sol lo bautizó; pero el lejano recuerdo de sus padres y hermanos verdaderos, se impuso sobre las memorias recientes y limpió la gota salobre de su mejilla. Aunque no podía estar orgulloso de lo hecho, su conciencia le decía que cualquier hombre hubiera hecho lo mismo, que había tomado el camino correcto.

En el campo de batalla, los guerreros sorprendidos corrían por todas partes y caían bajo la acometida a sable y fusil. La defensa fue torpe por improvisada, y al principio, unos pocos se batían en desesperada lucha y rodaban también hombres y caballos de la fuerza invasora. Tras los cruciales primeros instantes de sorpresa, los pechos se teñían de sangre por la lanza y el sable, la flecha y la bala; hombre a hombre se revolcaban con el cuchillo en alto hasta que al fin, los sorprendidos lipanes fueron vencidos.

Amparados por las sombras del amanecer, gran número de guerreros pudieron salvar la vida; pero perdieron armas, caballos, muchos combatientes y con ellos, la esperanza de poder volver a organizarse con fines de guerra.

Los victoriosos atacantes gritaron llenos de júbilo. Había sido cierto el aviso que les llevó El Indio blanco. Aunque con la pena de cargar sus muertos y heridos, regresaron al pueblo gritando vivas a Marín, el héroe de Santa Rosa. Gracias a él la población entera se había salvado; y de paso, también el lejano pueblo de la Punta de Lampazos.

VOLVER A VIVIR

Marín encontró sólo un puñado de primos hermanos que en realidad ya no conocía; pero en ellos encontró asilo y refugio a sus tristezas. Era el héroe del momento y todos lo invitaban a su casa tal vez con la curiosidad por delante o quizás apreciando lo que había hecho por el pueblo; pero mientras decidía que hacer con su vida, se quedó a vivir en Santa Rosa. Ahí supo que sus tíos se habían ido al territorio de Tejas, sus padres ya habían muerto, y estaba solo en el mundo.

Aquella noche del 24 de diciembre de 1849, Marín Ortiz, con su identidad todavía confundida, cambió el semblante triste, y tímidamente volvió a sonreír al vivir otra vez los festejos navideños. Las voces de hombres, mujeres y niños llenaban la nave de la iglesia de Santa Rosa de Lima entonando cantos tradicionales ante un pesebre donde volvió a ver al Niño Dios representado por una imagen de porcelana. Las voces se elevaban al cielo llenas de gratitud por aquella Navidad que pudo ser la última en sus vidas. Y Marín también se arrodilló, a besar otra vez los pequeños pies del Mesías y también cantó y participó de la reunión y el festejo. Se sentía renacido. El restañar su interior dolorido, tal vez vendría después.

Recuperó el sentido que el blanco da al dinero y, recordando sus andanzas en la vida indígena, solitario recorrió lejanos parajes entre cerros y cañadas en repetidas excursiones, para rescatar los entierros que presenció y regresaba al pueblo con bolsas de cuero llenas de oro y plata en alhajas y monedas. Con eso se pagaría los sufrimientos y los veinte años que perdió de su vida desde el secuestro. Poco a poco se hizo de una fortuna.

Paulatinamente iba tomando posesión de su nueva vida. Aprendía los quehaceres del campo ocupado con sus familiares en la cría de ganado y el cultivo de la tierra; actividades que hacen la diferencia entre el nómada y el sedentario. Asistía a Misa y a los paseíllos dominicales alrededor de la plaza donde se enamoró de Prudenciana Orozco, una sencilla joven del pueblo. Unos meses después, siguiendo las reglas del cortejo entre blancos, al hacer la petición de mano y ser aceptado, las campanas de la iglesia de Santa Rosa lanzaron al viento sus voces de bronce llamando a los pobladores para una boda que atestiguaron los invitados del pueblo y todas las rancherías cercanas.

Tantas cosas buenas habían llegado a su vida en tan corto tiempo, que Marín permanecía incrédulo ante todos los acontecimientos dichosos. Jamás habría soñado con todo aquello mientras cabalgaba por los despoblados territorios al norte y el sur del río Bravo, siempre con la lanza o el fusil al viento a la caza del cíbolo3 y el blanco.

EL REGRESO A LA TIERRA

Otra vez en dominio de su existencia, con los tesoros apaches que desenterró, compró reses y cabras. Y cargando con su familia, bienes, y nuevos sueños, salió de Santa Rosa en alegre caravana arreando su ganado para ir en busca de otro lejano amor: La Punta de Lampazos.

Se acomodó en la casa que fue de sus padres, la número 3 de la calle Guerrero, y allí se llenó de hijos, que lo llenaron de nietos, que lo llenaron de bisnietos; conoció algunos tataranietos, y así fue envejeciendo plácidamente teniendo siempre frente a sí un niño de su sangre preguntando lleno de curiosidad por las espaldas descarnadas del paciente abuelo.

Fue así como la trágica historia de Marín Ortiz, Zesnacané, el indio blanco, el héroe todavía recordado por la tradición y la historia en Santa Rosa de Múzquiz, tuvo un final feliz y fue pasando a través de las generaciones como una de las más bellas leyendas de Lampazos de Naranjo, estado de Nuevo León.

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