1.- Hermanos pastores, es tiempo de ver a la Virgen Madre parida en Belén.
2.- Vienen los pastores, vienen de la Arabia buscando al niñito, a ver donde se halla.
3.- Vienen los pastores, vienen del Oriente buscando al niñito, Dios omnipotente.
4.- Hermano Naval, hermano Melisio, por aquellos montes una luz diviso.
Antiguamente, en el mes de diciembre, por todos los pueblos de México fue gran tradición la Pastorela; obra de teatro popular donde con danzas, cantos y diálogos se representaban los acontecimientos alrededor del nacimiento de Cristo; básicamente, se trata de pastores en camino a Belén y que a lo largo de la senda son constantemente desviados por una pandilla de diablos que, a base de engaños, buscan que no lleguen a adorar al Niño Dios. Don Candelario, viejo octogenario, me contó una aventura que le sucedió a él y a un hijo suyo, mientras preparaban una de estas obras; una historia que nos llenará de miedo y reflexión sobre lo que es, o lo que debería ser, el espíritu navideño.
En un pueblo del norteño estado mexicano de Coahuila, llamado General Cepeda, vivían Candelario y Evelia, dedicados a las labores del campo. Era el mes de diciembre del año de 1963, día veinte para mayor razón; faltaba poco para Navidad y aquel día sería recordado por el resto de sus vidas.
Don Candelario y Nicolás, su hijo, caminaban de un rancho a otro para ensayar la Pastorela que año con año era costumbre se presentara el día veinticinco, lo cual servía de ocasión para que se reunieran los pobladores de ranchos, ejidos, y comunidades cercanas a celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Don Candelario representaba al diablo mayor; y aunque no sabía ni leer ni escribir, se aprendía muy bien los diálogos mientras que su hijo, entonces de unos doce años, era uno de los pastores.
Días antes de empezar los ensayos, revisaban los trajes para prevenir que estuvieran en buen estado. Candelario tenía una máscara de diablo con la que hacía su representación y un traje de seda y plásticos en colores negro y rojo; mientras Nicolás, tenía para la ocasión solamente un traje de manta con un vistoso gabán de lana y un sombrero de palma.
Aquella tarde del 20 de diciembre se prolongó el ensayo; estaban tan entusiasmados, que la reunión se alargó hasta la puesta del sol. Pero Candelario, ya cansado, se sentó en un banquillo y esperó a que acabaran los últimos preparativos de la representación. Para darle un estímulo, se le ofreció un jarrito de café pero, estaba tan fastidiado, que prefirió rechazarlo; no así su hijo Nicolás que sí deseaba aprovechar el café con pan y seguir jugando con sus amigos. Su padre le habló varias veces para irse, pero el niño no le hacía caso. Le habló una y otra vez hasta que se desesperó; y ya enojado, se levantó y le puso una bofetada para que obedeciera y se fueran de una buena vez. Después de este mal rato, salió de allí seguido por su hijo que caminaba tras él, cabizbajo, humillado y con los ojos llenos de lágrimas.
El sol había caído y la noche pronto invadiría el paisaje; había que apurar el paso. En ese entonces, el trayecto que tenían que andar hasta su rancho, se componía de largos trechos de montes solitarios. Don Candelario, con el rostro aún endurecido con un gesto de enojo, caminaba rápido y había dejado al niño unos pasos atrás. No se dirigían la palabra. Ambos estaban invadidos de ira y caminaban en pesado silencio, cuando algo les llamó la atención: se empezó a escuchar el llanto de un recién nacido. Se detuvieron a oír el lloro que flotaba por los aires yendo y viniendo, sin definir de qué lugar provenía. Nicolás, unos metros más atrás, se quedó viendo a su padre como preguntando: “¿Qué es eso?” No concebían que en medio del monte pudiera estar un bebé. ¿Sería acaso un pequeño desdichado, tirado a los coyotes por alguna mala madre? Después de oír por breves segundos aquel llanto, se abocaron a buscar a la criatura abandonada, revisando tras rocas y matorrales.
El que lo encontró fue don Candelario. El pequeño estaba al pie de unos arbustos. El niño era sólo un bulto informe totalmente envuelto con unas cobijas viejas que se agitaban y retorcían. El hombre, lleno de consternación y curiosidad, lo tomó en brazos, le destapó la cabeza y medio cuerpo; pero al verlo al rostro, padre e hijo se asustaron ya que el bebé no tenía cara de niño: era muy feo y sus facciones parecían las de un adulto que los miraba con gesto envilecido. Paralizados como estaban por el espanto, no se atrevían ni a dejarlo de nuevo en el suelo.
El pequeño ente, que había dejado de llorar, ahora paseaba su mirada del uno al otro con un gesto de burla siniestra. De repente, con voz escalofriante, ronca y sonora, se puso la mano en la boca y les dijo: “Miren, ya tengo dientitos”. Y en la torcida mueca que hizo para mostrar los dientes, tras sus labios se dejaron ver unas encías amarillas profusamente pobladas de largos y afilados colmillos.
Nicolás sufrió un gran sobresalto y dio un paso hacia atrás; pero al verlo que se retiraba, el niño diabólico extendió la mano y lo agarró de la manga de la chaqueta y empezó a reír hasta convertir su risa en estridentes carcajadas con el mismo timbre ronco y macabro. Don Candelario sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca; y con las corvas tan débiles que se le doblaban de miedo, dejó caer al pequeño monstruo. Al hacer esto, Nicolás se pudo soltar y sin dudar ni un segundo, emprendieron una veloz carrera para escapar de aquel paraje maldito.
Corrieron y corrieron, mientras escuchaban a sus espaldas que el bebé infernal les gritaba maldiciones y se burlaba de ellos; sentían como si la horripilante voz resonara sobre sus cabezas siguiéndolos en vuelo, haciéndoles poner más velocidad a la aterrorizada fuga. Corrieron con tal fuerza, que en veinte minutos ya estaban en la casa aunque normalmente hacían una hora para llegar.
Al irse acercando al jacal, cambiaron la carrera por un paso apresurado. Ya no había en sus ánimos espacio para el enojo. Abrazados y asustados, el niño buscaba la seguridad en su padre y el hombre lo apretaba bajo su brazo tratando de darle protección y afecto. Doña Evelia los recibió alarmada al ver el temblor y el rostro pálido de su hijo; y al interrogarlos, le tuvieron que relatar lo sucedido. La mujer les contó que en el mismo punto del monte, a un hermano suyo le había pasado lo mismo; sólo que él no dijo que fuera un bebé sino que se le había aparecido el mismo Diablo.
Esa Navidad, Candelario y su hijo no participaron en la Pastorela. Tenían miedo de pasar nuevamente por aquel paraje; y lo malo, era que no había otro camino para llegar al lugar de los ensayos. Tras la caída del sol, ya nada los haría volver a andar por el lugar donde aquel demonio acechaba a los caminantes.
Pasado el tiempo, analizando esta extraña y terrible experiencia, llegaron a una conclusión en la que usted también ha de estar de acuerdo: Con la Pastorela pretendían rendir homenaje al Niño Jesús; pero al caer en desobediencia, violencia, sentimientos de ira y odio, era a otro al que estaban sirviendo y agradando. Por eso, buscando al Niño Dios, aquel anochecer se encontraron de pronto ante...
El Niño Diablo...
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