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JUANITA CHAVANA

1918. La Ermita fue testigo callado del amor atormentado entre Juanita Chavana y su fiel enamorado. A la sombra de las viejas paredes, la esperaba cada tarde y la colina fue el discreto cobijo de los besos y caricias que ambos se prodigaban.

Sí que era bella Juanita -aún recuerdan los ancianos-. Su sonrisa y trato amable los combinó con inocentes bromillas, y con su voz cantarina alegraba toda la cuadra como pajarillo ufano. Con un gesto, por muy leve, decía todo un discurso. Con un papalotear las cejas o clavar una mirada; con la comisura o la punta de los labios, o un arrugar la nariz. ¡Ah...! ¡Y aquella sonora y siempre alegre risa que resonaba por los cuartos y volaba por entre patios y tapias!

Pedro Cipriano, su novio, era callado, ceñudo y torturado por un carácter muy distinto. Ella fue una campanilla, él un seco cascabel; ella era una gardenia y él un arisco zarzal. Tan dispar eran sus almas que tuvieron qué acabar. No se entendieron. Ni modo. El final del romance llegó. Las cartas en papel de lino concertaron devolverse. Ni recuerdos quedarían y Cipriano, en silencio, sufría la decepción. Juanita también lo quiso, pero refugió entre risas y poses relajadas su dolor.

Se presentó Cipriano ante la puerta con el paquete de cartas en que Juanita le correspondió su amor. Su ahora exnovia, le entregaría también los románticos escritos con que el cortejo empezó y todas las inspiradas cosas que para ella escribió.

Juanita entreabrió la puerta y le tomó sus cartas; pero al tender su paquete, lo retiró en rápido movimiento y cerrón de puerta entre risitas apagadas. Cipriano no soportó el vacilón al quedar con las manos extendidas ante la puerta que se cerraba y se abría mostrando y ocultando el paquete de cartas, en broma que no entendió. Apaciguó su furia cuando le dijo Juanita: “Ven mañana...”

Aquella tarde, él quedó esperando al pie de la derruida ermita. Por la colina bajaba su mirada ansiosa preguntando por Juanita. Enamorado hasta el hueso, de aquel jacal a una cuadra, esperaba su salida como sol iluminando paredes, banquetas y Lampazos todo.

Leve sonrisa se dibujó en su faz. Tal vez se daría el reinicio. Quizás todavía era tiempo para volver a empezar. Miró a lo lejos salir el sol de su esperanza. Pero la vio pararse en la acera y, alegre, con su eterno humor, levantó las manos a los lados de la cara y zarandeando las palmas le hizo un ademán como gritándole: " ¡Tonto...! "

La sonrisa se evaporó de su rostro y bajó la calle con el fuego de la ira desbordando sus pupilas.

_ ¿A quién le hiciste esa seña...? -preguntó ahogado en cólera.

Juanita, con la travesura aún jugueteando en la mirada, le contestó fresca y risueña:

_ ¡A ti...!

La tarde lanzó a los aires un súbito alarido. Las palomas asustadas volaron a los cuatro vientos. De puertas y ventanas de la cuadra brotaron gritos de espanto. La hoja de un cuchillo brilló al sol por un segundo y Juanita se derrumbó agonizante, tiñendo rápidamente el empedrado con las fuentes rojas que brotaban de su pecho. Con la mirada sin luz y la risa silenciada, quedó tendida como pajarillo yerto mientras el asesino, cuchillo en mano, se perdía por las calles huyendo desesperado y también incrédulo ante aquella súbita tragedia.

El poblado estaba ocupado por militares, pues eran tiempos de la revolución. Soldados y mandos eran la máxima autoridad y ya se habían acostumbrado a ver por las cercanías del cuartel aquella pareja que prometía una vida llena de amor en aquellos años violentos. Sorprendidos, con verdadera furia reaccionaron ante tan inesperado desenlace. En escuadrones, por docenas peinaron Lampazos palmo a palmo en una decidida y rápida acción. El criminal tenía qué caer antes que ganara el monte, y lo atraparon.

El asesino fue llevado a rastras hasta el cuartel y no lo entregaron a la furia del pueblo que pedía a gritos su pellejo. En forma por demás discreta, los soldados ajustaron cuentas con el homicida y sólo en corrillos, a baja voz, se comentaban las mil posibles formas de su muerte.

Aquella noche, la calle de La Ermita, hoy Juan Ignacio Ramón, se cubrió de velos negros, dolor y lágrimas. Aquel jacal cercano a la esquina, se iluminó con la luz mortecina de veladoras y cirios blancos para velar el cuerpo de la muchacha que desde niña había sido la alegría de la familia. El pajarillo que alegró la cuadra había callado su canto para siempre y, sin Juanita Chavana, ya la vida del sector nunca volvería a ser igual.

Los años pasaron, envejecieron y murieron los testigos de esta historia e incluso, de la pequeña capilla, ya no quedan ni piedras sueltas; pero trascendiendo a los tiempos y por boca de los bisabuelos, aún se cuenta esta tragedia, que seguirá viva por siempre en las memorias del pueblo.

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