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-Por el espíritu de Semana Santa-BAJO EL CIELO DE ANÁHUAC

Anáhuac es un pueblo bendito de Dios y hay historias que así lo demuestran: una de ellas, es la leyenda del Milagro en el río Salado, donde a base de poner la confianza en el Señor se pudo localizar el cuerpo de Ismael de la Cruz, perdido a lo largo del crecido cauce del río. Un sacerdote de Lampazos vaticinó que de Estación Camarón no quedaría ni piedra sobre piedra por el abandono de las cosas de Dios, y así fue. Un amigo me confió la anécdota familiar de un ministro evangélico que hizo brevemente volver de la muerte a su padre, para que se despidiera de los hijos que habían llegado tarde a su final. Pero una de las más extrañas leyendas que se difunden por el pueblo es difícil de contar porque es tan trascendental la trama, que impone respeto y no se encuentran las palabras porque es la crónica de una bella aparición bajo el cielo de Anáhuac.

Raúl Santillán trabajaba de canalero en el Sistema de Riego y aquél 18 de diciembre del año de 1982 venía de atender una encomienda por la sección 32. Manejaba despacio un viejo carro llevando por compañía a tres traviesos sobrinos, hijos de su hermano Pablo; ellos eran: Guadalupe de ocho años, Jesús de diez y Pablo de doce. Hasta aquel día, eran unos niños mal hablados, rijosos y sin ninguna formación religiosa; pero como con su tío eran obedientes, Raúl no tenía inconveniente con invitarlos a sus andanzas por el campo.

Era un viaje como cualquier otro en compañía de aquellos inquietos niños que sólo la paciencia de Raúl podía tolerar. Jesús y Guadalupe peleaban en el asiento trasero e intercambiaban palabrotas y manazos trenzados en lucha cuerpo a cuerpo. Pablo, como hermano mayor que era, de vez en cuando volteaba a tratar de apaciguar a los rijosos desde el asiento delantero donde acompañaba a su tío; pero sabía que era inútil, pues un minuto después estarían otra vez peleando.

Al llegar a la altura del rancho La Noria, de Juan Guerra, Raúl observó a lo lejos que en una parcela adelante, un peón andaba a media tierra quemando ramas después de un desmonte. Con la conciencia adormilada en mil pensamientos, paseaba la vista por la llanura esperando pronto llegar al calor del hogar a disfrutar del descanso en compañía de su familia. De pronto, Pablo quedó petrificado con la vista arriba y al frente. De sus labios sólo salió un “¡Tío…! ¡Tío…!” -mientras apuntaba a través del parabrisas.

Raúl volteó a verlo y le preguntó súbitamente preocupado: “¿Qué tienes…? ¿Qué te pasa…?” –pero Pablo ya no podía hablar; sólo apuntaba repetidamente al cielo frente al carro y Raúl tuvo que seguir la dirección del dedo, y de un golpe de pie metió el freno. Entre la polvareda de la derrapada, bajaron tío y sobrinos y quedaron con la vista fija hacia arriba; hechizados ante una visión que jamás olvidarían: Allá sobre el horizonte norte, estaba la imagen de Jesucristo nítidamente trazada en el azul del cielo.

Los cuatro enmudecieron y Raúl no sabía si correr, gritar, rezar o hincarse, apabullado ante tan grandiosa aparición. Era una imagen de medio cuerpo, en una pose parecida al Sagrado Corazón; pero sin el corazón expuesto. Estaba trazado a todo color, delineado con tal definición que parecía que se hubiera hecho del cielo una gran pantalla donde, desde alguna parte, se estuviera realizando la proyección de la imagen Divina. El Cristo estaba estático, pero aunque sin movimiento, se podía apreciar cabello a cabello la caída de su pelo, el brillo de sus ojos, los colores de sus ropajes y sobre todo, aquella mirada que taladraba el pecho y la conciencia; llenando de lágrimas a los asombrados testigos de aquel prodigio. Lo que más recuerdan de aquella presencia, es que adornaba su cabeza con una estrella flotando sobre su coronilla.

Raúl, desesperado ante la imposibilidad de entender lo que estaba pasando, quiso preguntar a los niños si ellos también compartían aquella visión; pero al verlos con la mirada perdida en lo alto y con un gesto a punto del llanto, ya no sintió necesidad de aclarar nada.

¡Pero, alguien más debía atestiguar el portentoso acontecimiento o de lo contrario creerían que los cuatro estaban locos! Rápidamente subió a los niños al carro y arrancó para detenerlo a la orilla de la parcela. Le gritó al hombre que quemaba ramas a unos sesenta metros tierra dentro. Acompañaba los gritos con señas para que también volteara al cielo. Sin embargo, el hombre lo miró a lo lejos y extrañamente, volvió a su trabajo sin hacerle caso. Luego, se dio cuenta que aunque se esforzaba en el grito, de su garganta no salía sonido alguno, estaba con la voz bloqueada por la emoción que lo embargaba.

¡Tenía que buscar alguien más que viera aquello! Aceleró hasta llegar por la sección 91, buscando llegar al rancho de su tío Pablo Ramos. Miraba desesperado que la imagen empezaba a perderse, indefiniéndose al viento de manera paulatina.

Llegó a la casa del tío; aporreó el claxon repetidamente y vio que salió doña Juanita Capetillo. Le gritó que salieran todos, que vieran al cielo. Doña Juanita llamó apresuradamente a los de adentro y mientras acudían a su llamado, ella quedó petrificada de asombro también con la mirada en lo alto. La imagen se borraba poco a poco, quedando sólo unos segundos más, brillando en el cielo, sólo aquella estrella que alumbraba la frente del Nazareno.

Raúl Santillán dio gracias a Dios de que alguien más hubiera atestiguado aquella aparición y llenos de entusiasmo, bajaron todos del carro intercambiando impresiones con la familia Ramos, sintiendo su fe renovada; y quedaron allí: unos con la razón bloqueada al no alcanzar a comprender plenamente lo sucedido, y otros limpiándose las lágrimas del rostro.

El resto del camino a Anáhuac lo hicieron en silencio. Los niños ya no peleaban. Raúl apenas ponía atención a los detalles del camino. Llegó a su hogar para compartir con los suyos aquella experiencia que todavía hoy lo conmueve hondamente al recordarla. Al momento de comunicar esta historia, han pasado más de veintiséis años a la fecha; pero en la memoria de Raúl, Guadalupe, Jesús y Pablo Santillán, así como en los recuerdos de Juanita Capetillo, quedó imborrable aquella imagen sagrada; manifestación que llenos de agradecimiento se han de llevar a la tumba como la mejor memoria de su vida y que como parte de su equipaje, han de llevar en su futuro camino al Cielo.

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