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DIOS AMANECE PARA TODOS

Era el año de 1969. Por la calle Nogal de Ciudad Anahuac, vivían dos señoras que aparte de ser vecinas, eran buenas amigas y tenían la misma ocupación; eran tortilleras, que a diario salían temprano a repartir su producto casa por casa. A pesar de esto, entre ellas no había envidias ni competencia por la clientela; pues su confianza en el Altísimo la cifraban en la creencia firme de que a nadie le falta Dios.

Doña Chabelita seguido se quejaba de cosas raras que sucedían en su casa pues, algunas noches, alguien tocaba con insistencia a su puerta mas, al abrirla, a nadie encontraba.

Doña Gabina vio varias veces una mujer blanca como la leche, caminando por los cuartos de su casa y se perdía en la pared que daba a la casa de Chabelita. Ni para que describir el susto del primer avistamiento; lo que sí es digno de comentario, es el valor que la señora fue desarrollando con el paso del tiempo; pues con los años y no teniendo a dónde más ir, se tuvo que resignar a compartir la casa con aquel espectro que después de todo, sólo de vez en cuando molestaba con su presencia.

Como quiera que sea, los acontecimientos aquellos no dejaban de inquietar a las dos amigas que, muy oscura la mañana, tenían que separar el nixtamal del nejayote y enjuagarlo bien para llevarlo al molino; pues las primeras tortillas salían con el sol y la venta terminaba al medio día. Por tanto, los ocasionales desvelos que aquellos hechos extraños les causaban, se tenían que agregar al cansancio diario de su ya de por sí dura existencia.

Una noche, tras limpiar la chimenea, Chabelita revisó los tenamastes y se puso a lavar el gran comal. Era la rutina de trabajo que por ser la última de la jornada, se podía realizar con parsimonia. Pronto diría sus oraciones para dar gracias a Dios por la vida que aquel día le dispensó y para pedirle que le permitiera volver a ver el sol de la mañana. Su vida era sencilla y buena como el pan de maíz que preparaba los sábados para llevar a sus nietos; y esa vida sencilla y buena no la cambiaba por riqueza alguna.

Al acostarse, oyó un tintineo de monedas que con su singular sonido le hacían pensar que Gabina contaba las ganancias del día, y sonrió satisfecha al comprobar el amparo de Dios. A ella también le había ido bien. Se fijó que el tin-tín de las monedas se alargó hasta muy tarde pero tras la curiosidad inicial, Chabelita se encogió de hombros y se acurrucó para dormir con la placidez que gozan las buenas conciencias.

La mañana invadió con su luz el caserío y encontró a las dos vecinas, cada una en su casa de humilde adobe, trabajando entre cánticos y canastas llenas de olorosas tortillas que pronto pasarían a las mesas de Anahuac. Al salir a los repartos, se encontraron en la calle y doña Isabel dijo a su amiga con la travesura bailando en sus ancianos y bondadosos ojos:

_ ¡Ándale Gabina, que ya supe que te fue muy bien con la venta de ayer! ¿No te cansaste de contar tanta moneda?

Doña Gabina no había hecho sonar moneda alguna; al contrario, ella creyó que era Chabelita quien contaba su dinero. Las amigas, después de la sorpresa y el cambio de impresiones, se retiraron a continuar la vida. Después de todo, aquellos ruidos que las siguieron por muchas noches, no serían mas que otra molestia que se agregaría a la puerta que tocaban y a la extraña inquilina que tenía la mala costumbre de atravesar por las paredes. Claro que no faltó quien les sugiriera buscar algún tesoro oculto quizás en el lindero de sus propiedades; pero ellas rechazaron andar buscando un dinero que no habían perdido. Nada querían que pudiera interrumpir la tranquilidad con que vivían sus años finales. Había que dejar en paz a los espíritus y a sus dineros tal vez malditos. Aunque modesta, su vida había sido feliz y ambas caminaron hasta el fin de sus días, convencidas de que...

Dios amanece para todos...

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