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LAS ALABANZAS

Tenía siete años de edad cuando murió una vecina, doña Mariquita, una apacible anciana de 117 años. ¡Imagínese: había nacido en 1833! ¡Cuánta historia vio pasar ante sus ojos!

La recordé siempre, sentada a la sombra del sol de la tarde, ocupada en confeccionar muñecas de trapo a las que hacía bonitos vestidos, blusas y rebozos; las adornaba de coquetas trenzas o de ensortijada cabellera de estambre que hacía juego con los ojos, pestañas y boca formados a base de hilazas de vivos colores.

Fue la primera vez que tuve un encuentro cercano con la muerte, ya que era la bisabuela de Melchor, mi amigo de Torreón, Coahuila. Aquel velorio me sirvió para atestiguar costumbres fúnebres que se fueron con el tiempo. Hombres y mujeres se vestían de negro y estas últimas se cubrían el peinado con ceniza en señal de dolor y resignación a la vez. Tendieron el cuerpecito en el piso, sobre una cruz de cal y pusieron un adobe de cabecera “para que expiara sus pecados” –según decían- luego, la tendieron en una tarima de madera entre cuatro cirios; y lo más extraño, tras el rosario de rigor, se pusieron a cantar, unos de memoria, otros siguiendo un libreto viejo y grueso donde venían los versos que se conocían como “alabanzas”.

“Madrecita ya te fuiste
y yo te despediré
la leche con que me criaste
con qué te la pagaré…”

La familia y todos los presentes, cantaban a dos voces, en notas largas, melancólicas, con la tristeza reflejada en lágrimas que rodaban por su rostro. Yo me preguntaba: ¿cómo es posible que canten si están llorando? Si están llenos de dolor, ¿porqué cantan? Bueno, las alabanzas eran así, una forma de pasar la noche del velorio, y a la vez de proteger el alma del difunto. El espíritu del finado aún estaba presente y con la amenaza del diablo que se lo quería llevar; entonces, los cantos y los rosarios era una forma de estar en constante oración para ahuyentar al demonio, y había que cantar toda la noche; y así mismo, acompañar el cuerpo hasta el panteón. Ya enterrado, la alabanza había cumplido su parte; ahora seguirían los nueve rosarios o Novenario, para garantizar el tránsito al Cielo del alma del difunto.

“Padrecito de mi vida
pues ya no me estén llorando
con verme aquí en este estado
la Gloria me están quitando
la Gloria me están quitando…

“A los presentes y ausentes
que me están acompañando
en la Gloria nos veremos
sólo Dios sabe hasta cuando
sólo Dios sabe hasta cuando…

“Adiós hija del padre
madre de mi hijo, adiós
por el Espíritu Santo
adiós, adiós, adiós…”

Las alabanzas se usan todavía en algunas familias de origen campesino del área metropolitana de Monterrey y en el centro y sur de Nuevo León; pero al norte del estado, de Villaldama a Anáhuac, no tenemos noticia de cuando sería la última vez que se cantaron. Sólo usted, amigo que nos lee o escucha, puede darnos razón si alguna vez, algún velorio de estos pueblos, se llenó del canto triste de estas tonadas fúnebres que hoy se nos antojan extrañas.

Un uso que, con el tiempo, fue cayendo en el olvido.

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